Hay lugares que son bellos y punto. Como esa gente que te
querés comer, coger, abrazar o hacerte amigo. No hacen falta
explicaciones, intérpretes, esfuerzos ni costumbre, uno llega por
primera vez y se siente de regreso en el lugar de siempre. Como el amor, uno razona que debería estar asustado,
discierne lógicamente el peligro de la proximidad extrema, de desnudarse
y quemar las ropas para entrar a un cuarto en el que no sabemos qué
habrá cuando se encienda la luz. Pero no se siente así. Se siente como
si las luces hubieran estado siempre apagadas, hasta hoy; una urgencia
nos consume: dejar de perder el tiempo.
Hasta la nostalgia parece
extinta, tememos no volver a sentirla, incluso nos preguntamos si no
haríamos bien en guardarla de algún modo y, como quien guarda una cepa
de viruela, esconder en un rincón seguro algo de melancolía... ¡Por las
dudas! La tristeza no tiene siempre hijos deformes, algún día la podríamos
necesitar para evitar fosilizar el alma o, sencillamente, para
entender.
Acá el pasado no vuelve como fantasmas, sino como
antecedentes tiernos de la frescura actual. El deseo crea historias viejas en los banquitos de la rambla, en el mercado cerrado, con el
sol mesurado y hasta con aves de canto todavía desconocido.
No está mal. Ya va a haber tiempo para dejar de inventar y comenzar a recordar.